Frente al mostrador de la hamburguesería hay tres enormes salchichas que forman el número cuatro. Salvo esa extravagancia, todo parece en orden: la luz fluorescente alumbra el vulgar establecimiento, hay migas en el suelo, manchas de filtraciones en el techo y carteles que informan al cliente de las diferentes opciones de menú.
Los zapatos, el jarrón con claveles, la peluca, los huevos de gallina… Todos los objetos en las obras de Petros Chrisostomou (Londres, 1981) parecen reproducir la realidad más cotidiana en un tamaño desproporcionado, como ya se encargaron de hacer docenas de veces Claes Oldenburg y Coosje van Bruggen. La gran diferencia con respecto al matrimonio de escultores es que Chrisostomou miente.
Lo que retrata el artista son en realidad objetos cotidianos y los escenarios son maquetas en miniatura: modelos arquitectónicos que él mismo construye y que reproducen con una escenografía teatral el salón de una casa, la estancia de techos altos de una fría mansión o un restaurante de comida rápida.
“Entiendo que la escala es un recurso fenomenológico y lo uso para atraer o seducir al espectador”, declara en una entrevista. Con “la inversión de la relación entre el objeto y el entorno” las fotografías retan a la percepción, juegan al despiste y tienen cierto toque mágico que Crisostomou aprovecha para crear una atmósfera surrealista en cada instantánea.
A veces la visión no es tan clara como la de una serie de cinco huevos invadiendo una cocina. El autor también hace composiciones a modo de naturalezas muertas, amasijos de plumas o construcciones de bolígrafos que irrumpen en un hogar causando algún pequeño destrozo. Por lo demás, todo parece siempre relativamente normal.
Helena Celdrán